OPORTO
- Raquel Cortés
- 13 mar 2019
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 14 mar 2019
A veces, si quieres, puedes no recordar donde estás. Hay calles que parece que perdieron el nombre, que perdieron las huellas del principio

Abres la puerta y bajas danzando hacía abajo, no queda otra. La gaviota arriba, las ventanas mirándote, sin juzgar, y las puertas invitando.
Sitios que respiran la misma bocanada de aire de hace años. La bocanada que les envolvió en fiestas de banderines, que salpicaban después la ribera como nenúfares triangulares de colores. Las enredaderas que engullen casas que ya no festejan ni lamentan. Como si los propios dueños hubieran querido dormirlas arropándolas.
Huele a lugar que acoge, a la calma de quien vive sin prisa, sin esperar nada. A la conquista satisfecha.
lugares que no se conquistan
Las señoras que todo lo saben, pero prefieren no contar, porque si no ya sabes que. Recorremos las vías de un tranvía moderno que sortea la ciudad desde el exterior, sin molestar, siempre admirándolo desde cualquier lugar. Como quien no deja de abrazar.
Los lugares con ríos y riberas que los cruzan siempre tienen una luz que los bautiza de forma diferente. La bruma, siempre a lo lejos, presente, sin terminar de llegar completa el cuadro. Se nos asemeja a un telón de teatro que esconde la última sorpresa. Ciudad con banda sonora es difícil buscarle una musicalidad al lugar cuando te persiguen las notas intentando meterse en tu bolsillo.
Cruzar el puente junto a otras tantas voces adolescentes portuguesas que animan al gran público turista a que apuesten por el joven valiente que ha de tirarse al agua desde gran altura. Beber vino, y familiarizarte con las conversaciones de la mesa de al lado. Encontrar entre montañas de libros de saldo a un hombre que nada en ellos buscando la notita que le dejó su mujer cierto día, cierto momento.
Subes la cuesta e imaginas la montaña que hay debajo, las piedras que se levantan porque la montaña no respira y empuja hacía arriba, y tú la aplastas. No se queja, no grita sólo levanta la piedra. Te tropiezas y su lamento sale de tu boca, pero no te olvides de quien está debajo de la alfombra.
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